jueves, 27 de abril de 2017

Del bochorno nacemos, al él volvemos

“Somos como un cementerio, como un camposanto, donde duerme todo lo que hemos sido. Pero esos que hemos sido no están muertos, por que despiertan al menor conjuro cotidiano”.

“Período evaluativo: El niño en cuestión ha sido derivado al equipo asistencial (sicología).  por haber observado signos de una defectuosa identificación con su propio sexo.
Tratamiento sugerido: Alentar en este niño las actividades que implican la asumisión del rol masculino en el niño.  Ayudar a su inserción en el grupo de varones y propiciar una actitud más positiva hacia sí mismo. Se orienta a los padres para que eviten la sobreprotección, permitir que frecuente varones de su edad, practique deportes. Diciembre de 1984”


Metamorfosearse en nuestra vida es cotidiano. Andando por las calles uno se trasmuta en un ser social: vestido según estándares de una estética, con actitudes predeterminadas para ser aceptados en el campo de las relaciones. Caminar de una manera no muy convencional, puede hacernos sobresalir de la masa de los eternos caminantes de la ciudad. Y ni hablar de raros objetos utilizados como adornos, mezclados con un toque de efervescencia al hablar, nos convertirán en un espectáculo gratuito.
Los roles que tomamos en la vida social fluctúan según el espacio que debamos o que queramos ocupar. En este sentido, la sexualidad es el elemento por excelencia que marca nuestras relaciones. La normalidad establecida por el sistema capitalista nos inyecta una noción de sexualidad operativa: formar una pareja heterosexual para procrear, respetando la naturaleza, es decir: encajando correctamente nuestros miembros con los del sexo opuesto (¿?).

Pero desde que el hombre es hombre, o más bien desde que el varón es varón y la mujer es mujer, con el devenir de la historia hubieron ciertas normas que se decidieron transgredir. Transgredir reglas es el mínimo paso para desterrar las ideas que reprimen al ser humano.

La opresión a las grandes masas se ejerce por medio de estructuras que organizan y controlan sus vidas, desde la producción. Esto condiciona su visión del mundo, sus convicciones, sus esperanzas y sueños. Rebelarse no sólo es saludable sino además imperioso.
Los entramados que se desarrollan para mantener el status quo son infinitos e invisibles. Es preciso, por lo tanto, criticar a cada paso las cadenas que nos hacen dependientes de intereses ajenos, moldear nuestras vidas según nuestro placer, para no llegar tarde a la concreción de nuestros anhelos, que es ni más ni menos que ser lo más bochornosamente libres que debemos ser.

Historia del bochorno

Desde muy chico me sentí en medio de feroces molinos de viento que no podía combatir. Molinos que me arrastraban a nortes indeseables, y los sures eran muy al sur: lejanos, inhóspitos y fríos. Cada vez que emprendía un viaje a lo desconocido, estaba la posibilidad que apareciera el hombre de la bolsa. Entonces volver era la única alternativa. Volver a mi rol de pequeño machito, donde debía procurarme una pelota de fútbol, una noviecita y debía mantener mi torso desnudo para hacerme a la idea de cómo mostrarme ante todos: un varoncito.

Jugar a ser otras personas era puntillosamente penado. Jugar con nenas, al principio era visto como una viveza de un lobo cachorro que estaba aprendiendo a entrar en el sexo opuesto. Pero a medida que el juego se convertía en una identificación  más que con una habilidad varonil; el juego con muñecas, vestidos y pinturas era prohibido. Yo quería sentirme la belleza que veía de mi mamá: dulce, protectora y fiel. Y no la dureza, el autoritarismo y violencia de mi papá.

Metamorfosearme fue entonces mi decisión. Jugar a ser muchos: jugar a ser yo en donde pudiera y jugar a ser el yo deseado donde lo era. Pero mi yo pequeño no siempre podía estar preparado para todas las ocasiones. Mi yo verdadero, a veces se filtraba por mi caparazón y esto era visto como una explosión de plumas rosadas que iban cayendo detrás de mí.

Cuando recibí mi primera bofetada de la realidad: ¡Puto!... Resonó en los pasillos de mi pequeñísima razón, fue el día en que sentí que el mundo seguiría su curso conmigo o sin mí. Esa bofetada reacomodó mi mundo inocente de esperanzas. A partir de ese momento, los juegos serían una enorme prueba por la cual debería transcurrir durante años, hasta algún día ser adulto y ser aceptado.

La decisión

Mientras todos los niños hacían de ladrones y policías, se enfrentaban en guerras de tizas y biromes, yo miraba por la ventana tratando de entender por qué siempre debía haber un perdedor; por qué lo diferente era usado como medio de diversión: el gordito que no podía sostenerse en la barra de hierro, o el negrito que estaba pelado porque era la única forma de terminar con los piojos. Si el mundo solucionaba sus problemas a los golpes, yo resolvería mi subsistencia en él por medio de la razón y la palabra. La palabra sería mi manera contestataria de relacionarme.
Sería acusado de insolente, irrespetuoso y mal educado. Me convertiría en una especie de pequeño héroe cotidiano. Defendería a los pobres y ausentes. Mi presencia generaría adhesiones y rechazos. Adhesiones de los defendidos, pero una vez integrados, aunque sea como lomo de burro al grupo, era abandonado injustamente. Y los rechazos serían la máxima comprobación de que el camino elegido era el correcto. Soñaba que un día la historia me recordaría como un héroe imprescindible.

Por medio de mi inteligencia accedí al mundo de los normales. Adquiría capacidades mucho más rápido que cualquier otro niño. Podía descifrar engorrosos problemas matemáticos, expresarme pictóricamente y llenar cuadros y cuadros con diez. Podía sumergirme en una pileta de seis metros de profundidad y ser tan libre como un animal con alas. Mi yo pequeño no podía ver que todas esas habilidades que iba  demostrando, eran un grito desesperado por sentirme aceptado.
El tiempo iba pasando y así llegó la tan mentada preadolescencia. La primera erotización y la razón exigían definiciones, aunque más no fuera una imagen con la cual motivar mis primeras erecciones. Caí en la cuenta de mi gusto por el cuerpo del varón. Por mucho tiempo confundí este gusto por amor propio. Pero definitivamente me atraían de sobremanera las personas de mi mismo sexo, aunque paralelamente me hacía románticas películas con jovencitas dulces, inteligentes y amigas.

La caída del pequeño héroe

Mis años de pequeño héroe cotidiano, de guerrero de la palabra, me habían hecho olvidar de mí: defendía a todos de los males de la sociedad, saltaba en cualquier lugar donde la injusticia se hacía carne, pero de mí nadie se había percatado. Era tan potente mi imagen de luchador, que inhibía cualquier atisbo de abrazo.
La carga se tornó insoportable. Mis actitudes de héroe, intercaladas con expresiones femeninas al hablar, al moverme, la insolencia y prepotencia de no callarme, se volvieron en contra. La avalancha de los años de resistencia, me aplastaron como una pata de elefante aplasta a los insectos en su camino. Y la incapacidad del mundo por retenerme tal cual era, me obligó a metamorfosearme nuevamente, si decidía continuar viaje.
Decidí cambiar todas mis expresiones, que pertenecían más a los de una doncella por otras que me abrieran camino a una vida más vivible. Copié tonos de voz graves, posturas ante una cancha de fútbol y ensayé declaraciones de amor frente al espejo para repetirlas a alguna compañerita de aula. Un buen ejercicio fue empezar a detestarme, quizá de esta manera detectaría más fácilmente las microcélulas de femenidad.
Esta limpieza daría comienzo a un facismo dentro de mi propia persona. Hoy puedo afirmar que todos tenemos en algún lugar de nuestra psiquis a un enano fascista que reprime cualquier transgresión. El desafío es encontrarlo en el laberinto de nuestras intuiciones, encontrarlo detrás de las caretas de la moral, del deber ser o detrás de la mansedumbre paternalista. Mi intención era crecer, ser adulto en un mundo de adultos, y logré ser un anciano de dieciséis años antes que mis padres.

Enamorarme no fue fácil, en realidad no sé si alguna vez me enamoré. Sentí latir mi corazón muy rápido en algunas ocasiones, pero estaba vacunado contra esos deseos. Una vez ubicado el síntoma, la fórmula era reprimir, reprimir y reprimir hasta estallar en llanto.

El despertar de la conciencia

Al fin un día reaccioné que no era el que había sido, que era otrx y que estaba demasiado solo. Hice memoria de las luchas del pequeño héroe y concluí que la única batalla que había perdido había sido conmigo mismo. Había perdido la guerra contra todos los fantasmas de mi infancia, sobre todo con el enano fascista. Lo había dejado entrar en mí, y el único responsable a la vista era yo.
Ahora que me saqué el antifaz, que la capa sólo la uso en los días de lluvia y que mi chipote chillón lo utilizo de vez cuando para darme en la cabeza, cada vez que me entrego sin reservas. Ahora espero simplemente amar y ser amado. Ya no me incomoda ninguna posición en la cuál decidamos expresarnos en la cama.
El condón es mi mejor amigo en cualquier situación.
Los padres. Los padres en general nunca entienden. A nosotros quizás nos suceda lo mismo. Podrán no entender o no aceptar, pero ninguna de esas dos cuestiones –a algunos- les impide el sencillo acto de amar.
Cada día me gusta más el cuerpo del varón: espaldas capaces de llevar cualquier mochila en los eneros sudorosos; brazos capaces de aguantar el peso de caídas; cinturas siempre dispuestas a ser el punto fijo antes de caernos al suelo; glúteos ansiosos de estar a la intemperie; penes erectos ante cualquier caricia, besos o miradas. Cuellos humildes, pecosos, peludos, a la vuelta de la esquina de los labios. Labios, mmm labios... para ensalivarnos y hablarnos. Hablarnos a la luz del día... eso, ese sí debe ser un triunfo, nuestro triunfo... ensalivarnos y hablarnos a plena luz del día, en cualquier plaza, vereda, balcón o almacén pero a plena luz del día.
Ya no quiero ser ningún súper héroe, ningún ejemplo de nada, ni de hermano, ni de ciudadano... quiero ser un simple varón que aprendió a desaprender lo aprendido y un voluntarioso trabajador del amor, sin remordimientos y con el esperma urgente, como canta Víctor, pero urgente no para seguir reproduciendo la especie, sino para no perder más tiempo en el camino de ser los más bochornosamente felices que debamos ser.


  


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