“Somos como un
cementerio, como un camposanto, donde duerme todo lo que hemos sido. Pero esos
que hemos sido no están muertos, por que despiertan al menor conjuro
cotidiano”.
“Período evaluativo: El niño en cuestión
ha sido derivado al equipo asistencial (sicología). por haber observado signos de una defectuosa
identificación con su propio sexo.
Tratamiento sugerido: Alentar en este
niño las actividades que implican la asumisión del rol masculino en el
niño. Ayudar a su inserción en el grupo
de varones y propiciar una actitud más positiva hacia sí mismo. Se orienta a
los padres para que eviten la sobreprotección, permitir que frecuente varones
de su edad, practique deportes. Diciembre de 1984”
Metamorfosearse
en nuestra vida es cotidiano. Andando por las calles uno se trasmuta en un ser
social: vestido según estándares de una estética, con actitudes predeterminadas
para ser aceptados en el campo de las relaciones. Caminar de una manera no muy
convencional, puede hacernos sobresalir de la masa de los eternos caminantes de
la ciudad. Y ni hablar de raros objetos utilizados como adornos, mezclados con
un toque de efervescencia al hablar, nos convertirán en un espectáculo
gratuito.
Los roles que
tomamos en la vida social fluctúan según el espacio que debamos o que queramos
ocupar. En este sentido, la sexualidad es el elemento por excelencia que marca
nuestras relaciones. La normalidad establecida por el sistema capitalista nos
inyecta una noción de sexualidad operativa: formar una pareja heterosexual para
procrear, respetando la naturaleza, es decir: encajando correctamente nuestros
miembros con los del sexo opuesto (¿?).
Pero desde que el hombre es hombre, o más
bien desde que el varón es varón y la mujer es mujer, con el devenir de la
historia hubieron ciertas normas que se decidieron transgredir. Transgredir
reglas es el mínimo paso para desterrar las ideas que reprimen al ser humano.
La opresión a las grandes masas se ejerce
por medio de estructuras que organizan y controlan sus vidas, desde la
producción. Esto condiciona su visión del mundo, sus convicciones, sus
esperanzas y sueños. Rebelarse no sólo es saludable sino además imperioso.
Los entramados
que se desarrollan para mantener el status quo son infinitos e invisibles. Es
preciso, por lo tanto, criticar a cada paso las cadenas que nos hacen
dependientes de intereses ajenos, moldear nuestras vidas según nuestro placer,
para no llegar tarde a la concreción de nuestros anhelos, que es ni más ni
menos que ser lo más bochornosamente libres que debemos ser.
Historia del
bochorno
Desde muy chico
me sentí en medio de feroces molinos de viento que no podía combatir. Molinos
que me arrastraban a nortes indeseables, y los sures eran muy al sur: lejanos,
inhóspitos y fríos. Cada vez que emprendía un viaje a lo desconocido, estaba la
posibilidad que apareciera el hombre de la bolsa. Entonces volver era la única
alternativa. Volver a mi rol de pequeño machito, donde debía procurarme una
pelota de fútbol, una noviecita y debía mantener mi torso desnudo para hacerme
a la idea de cómo mostrarme ante todos: un varoncito.
Jugar a ser
otras personas era puntillosamente penado. Jugar con nenas, al principio era
visto como una viveza de un lobo cachorro que estaba aprendiendo a entrar en el
sexo opuesto. Pero a medida que el juego se convertía en una
identificación más que con una habilidad
varonil; el juego con muñecas, vestidos y pinturas era prohibido. Yo quería
sentirme la belleza que veía de mi mamá: dulce, protectora y fiel. Y no la
dureza, el autoritarismo y violencia de mi papá.
Metamorfosearme
fue entonces mi decisión. Jugar a ser muchos: jugar a ser yo en donde pudiera y
jugar a ser el yo deseado donde lo era. Pero mi yo pequeño no siempre podía
estar preparado para todas las ocasiones. Mi yo verdadero, a veces se filtraba
por mi caparazón y esto era visto como una explosión de plumas rosadas que iban
cayendo detrás de mí.
Cuando recibí mi
primera bofetada de la realidad: ¡Puto!... Resonó en los pasillos de mi
pequeñísima razón, fue el día en que sentí que el mundo seguiría su curso
conmigo o sin mí. Esa bofetada reacomodó mi mundo inocente de esperanzas. A
partir de ese momento, los juegos serían una enorme prueba por la cual debería
transcurrir durante años, hasta algún día ser adulto y ser aceptado.
La decisión
Mientras todos
los niños hacían de ladrones y policías, se enfrentaban en guerras de tizas y
biromes, yo miraba por la ventana tratando de entender por qué siempre debía
haber un perdedor; por qué lo diferente era usado como medio de diversión: el
gordito que no podía sostenerse en la barra de hierro, o el negrito que estaba
pelado porque era la única forma de terminar con los piojos. Si el mundo
solucionaba sus problemas a los golpes, yo resolvería mi subsistencia en él por
medio de la razón y la palabra. La palabra sería mi manera contestataria de
relacionarme.
Sería acusado de
insolente, irrespetuoso y mal educado. Me convertiría en una especie de pequeño
héroe cotidiano. Defendería a los pobres y ausentes. Mi presencia generaría
adhesiones y rechazos. Adhesiones de los defendidos, pero una vez integrados,
aunque sea como lomo de burro al grupo, era abandonado injustamente. Y los
rechazos serían la máxima comprobación de que el camino elegido era el
correcto. Soñaba que un día la historia me recordaría como un héroe
imprescindible.
Por medio de mi
inteligencia accedí al mundo de los normales. Adquiría capacidades mucho más
rápido que cualquier otro niño. Podía descifrar engorrosos problemas
matemáticos, expresarme pictóricamente y llenar cuadros y cuadros con diez.
Podía sumergirme en una pileta de seis metros de profundidad y ser tan libre
como un animal con alas. Mi yo pequeño no podía ver que todas esas habilidades
que iba demostrando, eran un grito
desesperado por sentirme aceptado.
El tiempo iba
pasando y así llegó la tan mentada preadolescencia. La primera erotización y la
razón exigían definiciones, aunque más no fuera una imagen con la cual motivar
mis primeras erecciones. Caí en la cuenta de mi gusto por el cuerpo del varón.
Por mucho tiempo confundí este gusto por amor propio. Pero definitivamente me
atraían de sobremanera las personas de mi mismo sexo, aunque paralelamente me
hacía románticas películas con jovencitas dulces, inteligentes y amigas.
La caída del
pequeño héroe
Mis años de
pequeño héroe cotidiano, de guerrero de la palabra, me habían hecho olvidar de
mí: defendía a todos de los males de la sociedad, saltaba en cualquier lugar
donde la injusticia se hacía carne, pero de mí nadie se había percatado. Era
tan potente mi imagen de luchador, que inhibía cualquier atisbo de abrazo.
La carga se
tornó insoportable. Mis actitudes de héroe, intercaladas con expresiones
femeninas al hablar, al moverme, la insolencia y prepotencia de no callarme, se
volvieron en contra. La avalancha de los años de resistencia, me aplastaron
como una pata de elefante aplasta a los insectos en su camino. Y la incapacidad
del mundo por retenerme tal cual era, me obligó a metamorfosearme nuevamente,
si decidía continuar viaje.
Decidí cambiar
todas mis expresiones, que pertenecían más a los de una doncella por otras que
me abrieran camino a una vida más vivible. Copié tonos de voz graves, posturas
ante una cancha de fútbol y ensayé declaraciones de amor frente al espejo para repetirlas
a alguna compañerita de aula. Un buen ejercicio fue empezar a detestarme, quizá
de esta manera detectaría más fácilmente las microcélulas de femenidad.
Esta limpieza
daría comienzo a un facismo dentro de mi propia persona. Hoy puedo afirmar que todos
tenemos en algún lugar de nuestra psiquis a un enano fascista que reprime
cualquier transgresión. El desafío es encontrarlo en el laberinto de nuestras
intuiciones, encontrarlo detrás de las caretas de la moral, del deber ser o
detrás de la mansedumbre paternalista. Mi intención era crecer, ser adulto en
un mundo de adultos, y logré ser un anciano de dieciséis años antes que mis
padres.
Enamorarme no
fue fácil, en realidad no sé si alguna vez me enamoré. Sentí latir mi corazón
muy rápido en algunas ocasiones, pero estaba vacunado contra esos deseos. Una
vez ubicado el síntoma, la fórmula era reprimir, reprimir y reprimir hasta
estallar en llanto.
El despertar de
la conciencia
Al fin un día
reaccioné que no era el que había sido, que era otrx y que estaba demasiado
solo. Hice memoria de las luchas del pequeño héroe y concluí que la única
batalla que había perdido había sido conmigo mismo. Había perdido la guerra
contra todos los fantasmas de mi infancia, sobre todo con el enano fascista. Lo
había dejado entrar en mí, y el único responsable a la vista era yo.
Ahora que me
saqué el antifaz, que la capa sólo la uso en los días de lluvia y que mi
chipote chillón lo utilizo de vez cuando para darme en la cabeza, cada vez que
me entrego sin reservas. Ahora espero simplemente amar y ser amado. Ya no me
incomoda ninguna posición en la cuál decidamos expresarnos en la cama.
El condón es mi
mejor amigo en cualquier situación.
Los padres. Los
padres en general nunca entienden. A nosotros quizás nos suceda lo mismo.
Podrán no entender o no aceptar, pero ninguna de esas dos cuestiones –a
algunos- les impide el sencillo acto de amar.
Cada día me
gusta más el cuerpo del varón: espaldas capaces de llevar cualquier mochila en
los eneros sudorosos; brazos capaces de aguantar el peso de caídas; cinturas
siempre dispuestas a ser el punto fijo antes de caernos al suelo; glúteos
ansiosos de estar a la intemperie; penes erectos ante cualquier caricia, besos
o miradas. Cuellos humildes, pecosos, peludos, a la vuelta de la esquina de los
labios. Labios, mmm labios... para ensalivarnos y hablarnos. Hablarnos a la luz
del día... eso, ese sí debe ser un triunfo, nuestro triunfo... ensalivarnos y
hablarnos a plena luz del día, en cualquier plaza, vereda, balcón o almacén
pero a plena luz del día.
Ya no quiero ser
ningún súper héroe, ningún ejemplo de nada, ni de hermano, ni de ciudadano...
quiero ser un simple varón que aprendió a desaprender lo aprendido y un
voluntarioso trabajador del amor, sin remordimientos y con el esperma urgente,
como canta Víctor, pero urgente no para seguir reproduciendo la especie, sino
para no perder más tiempo en el camino de ser los más bochornosamente felices
que debamos ser.
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