Parecía que eso de volver a pasar
por el cuerpo siempre significaría lo mismo: sentir algo extraño, extrañarse de
un paso, de un camino que alguna vez en otras vidas hicimos. Pero el detalle más
mínimo puede hacer saltar lo que traemos, y ya no sé si son los genes, la
sangre o qué cosa, pero hay algo
guardado que vuelve a salir, y claramente no es siempre lo mismo.
Poner primera, segunda y arrancar
el cruce al Chile, sin pensarlo demasiado, o pensarlo demasiado y hacerlo como
quien se tira al río del sur de una, antes de pensar en el congelamiento. Así
fue este cruce, sin tanto preámbulo, sin tanto cálculo: largarse al país
trasandino.
Ya es sabida la idiosincrasia del
chilenoa, donde toda pena o toda alegría
se transcurren con el vinito o el pisco. Ya es sabida la nostalgia de la
chilena, que se va de copas y comienza a llorar las penas de esos hombres
maltratadores, con las manos resecas de tanto meterla en el mar para sacar los
salmones, mollejas y lo que se para tener unos pesos.
Apenas cruzada la cordillera me embargó
una sensación de alegría, tranquilidad, y de repente cayó la nostalgia. Y me pregunté
si sería la misma nostalgia sureña de hace más de 37 años cuando mis viejos
cruzaron escapando de la dictadura pinochetista. Después pensé en no nostalgiar
tanto y no pensar que toda historia triste, de exilios siempre debe recordarse
de esa manera. Hay maneras y maneras de maniobrar a la memoria y no siempre el
horror, el castigo, la picana deberán ser nuestras defensas. Defender la
alegría, ante todo debe ser nuestra categoría política a pancartear.
La alegría que mi vieja seguro experimentó
al irse de su casa: por amor a un hombre, por amor a ella misma y sentir que en
otro país iba a ser seguramente más que en ese del que se iba por una ventanita
de alcoba adolescente. La felicidad de los mil días de la Unidad Popular, la felicidad de las clases bajas,
donde por fin tenían un presidente que iba por la vía pacífica por un Chile
para todaos.
Entonces, mientras venía en el
auto cruzando la cordillera me invadió una serie de sensaciones, que no sé si
ponerles nombres pero fue un conjunto de cosas, de espíritus que me
sobrevolaban. Como el de las mujeres tristes del albergue instalado en la Isla de
Chiloé, de la Marcela Serrano. O los espíritus mapuches y araucanos. Pero
seguramente y la más marica de las espíritas, la Lemebel que está más espírita
que nunca entre nosotras.
Llegar al puerto Montt de las
canciones, al puerto de las lanas, tejidos y mariscos, es volver a los olores de
mi infancia. No nací en ningún chile, nací en argentina: pero es impresionante
como la crianza puede ser tan fuerte, que te traiga recuerdos de cosas que no
has vivido. No nací en Chile, pero viví un chilecito desde muy pequeño en el
barrio Avellaneda de la ciudad de Bahía Blanca, donde salían olores y loas
vecinaos se reconocían en el sur de la provincia de Buenos Aires.
Que llegue el plato de sopa y
pilla calientita y hundirla en la mantequilla, fue volver a ese lugar del gusto
de la infancia. Mantequilla para el pan, para la torta frita para la eternidad.
El ajo y el cilantro de pebre, otro gusto de la niñez, que luego de años vuelvo
a degustar. Una amiga me dijo: es como el que hago yo, y yo le respondo
categórico: no, nunca sería el mismo, con el cilantro, el ají putaparìo de acá.
Es pebre es el pebre de chile, del sur de chile, de los chilotes y chilotas.
Un cantante popular entra al
resto de doña Adela, quien con su simpatía y sonrisa nos decide el lugar ideal
para hacer la primera degustación sureña. El hombre con su guitarra canta dos
canciones y pasa por las mesas por las monedas que le corresponden. Una doña
sentada en la punta de la primera mesa pide un hit, el de la canoa que se va.
La canta, la aplaude y yo la veo y me invade una simpatía, una desazón, alegrías
y pienso que todo eso es posible gracias al vino tinto y al pisco sour que nos
dieron de bienvenida. Y pienso y sigo pensando que el chilenoa no puede vivir
la vida si no le entra al vino, al pisco o a alguna sustancia que le saque el frío.
Y pienso en todos los chilenoas que me he cruzado desde mi niñez y que han
hecho de la bebida una religión y no puedo más que identificarme. Lo que me ha
dado el vino, el pisco, el rom no me lo ha dado ninguna otra droga: desolación,
sensaciones extremas de felicidad y también sensaciones tremendas de tristeza.
Cada vez más creo que el alcoholismo es el opio de la realidad, y esto lo digo
a pesar de lo que puede provocarles a todes
aquelles que luchan contra eso mismo.
Pero pasando en limpio: no dejé
de tener presentes a mis viejos queridos. La distancia geográfica y de las
otras, me los hicieron traer al tiro a la cabeza. Hoy lo llamo a mi papá y le digo que estoy en su país
natal. Hoy lo llamo, hoy me tomo un vino y hoy me encargo de traerme de vuelta
para continuar este viaje, que recién comienza.
1 comentario:
Hermoso Cris! me emocionaste!!! estoy leyendo a Pedro Lemebel, " Hablame de amores" y te he tenido muy presente estos días!!! un gran abrazo!!!!
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