Tengo una foto polaroid hace semanas en frente de una vela ubicada en el
mueble que hace de mini santuario en la sala de yoga. Llego a casa y me recibe.
Despido a quienes vienen a clase en casa beba y la miro de reojo. Una amiga me preguntó
quiénes eran y yo le respondí que eran mis viejos, mi hermanita y ese bebé era
yo.
La foto es hermosa: tiene unas sombras que están perfectamente colocadas a
la derecha y lo que proyectan son las figuras de mi viejo y la mía. Pareciera
que está sacada en la hora dorada, esa hora del día cuando se despide el sol y
todo parece más profundo. Los colores son como de ese filtro de insta antiguo, pero
esta foto es posta antigua: va a cumplir cuarenta años.
El fondo es una pared de una casa en construcción. Yo imagino que es la
pared de nuestra casa de la infancia en la calle el resero de Bahía Blanca.
Abajo se notan los ladrillos naranjas. Soy de la generación de hijes donde sus
padres exiliados se juntaban en barriadas y construían sus propias casas, y no
de románticos sino por necesidad y deber ser. Habrán pensado en qué nos
dejarían a nosotres, y seguro pensarían que nunca nos faltaría un
techo, un plato de comida y ropa para ponernos, y así fue: nunca nos faltó nada
de eso.
Yo aprendí a cortar el pasto, a hacerme huevos revueltos por si mi vieja trabajaba,
aprendí a lavarme mi propia ropa y lavar los platos. También aprendí lo que era
el pecado, pero eso fue en la iglesia y es otra historia. Aprendí lo
que era ser de clase baja: saber desde pibes que nunca podríamos dejar de
trabajar, que nunca íbamos a heredar propiedades y que nunca pero nunca
estaríamos hechos.
Siempre renegué de ese destino, del trabajo, del esfuerzo y de la mar en
coche donde parece que podés pegarte mil viajes en tu cabeza, con o sin ayuda,
pero siempre tendrás que volver a convertirte en fuerza de trabajo para tomarte
el vino y comerte el chori el domingo al mediodía. En casa eran las empanadas fritas picantes y el vino tinto en caja.
Amo el olor a fritura de los días grises, como en el centro no lo
encuentro, agarro la bici y me voy a pedalear a algún barrio popular y veo el
humito de los ranchos, y siento el olor a la torta frita, a lo que sea frito y
me siento como en casa. A veces la memoria tiene olor, a veces la memoria es
tan frágil que me preguntan algo de mi ciudad de nacimiento y ya no me acuerdo.
A veces hay que hacerle lugar a lo nuevo y es posible que no me acuerde en las
calles donde fui feliz en Bahía, pero siempre voy a recordar que no
necesitábamos mandar un mensaje para caer en lo de nuestros amigues, sólo
íbamos.
Vuelvo a la foto y también caigo en el vestido de mi mamá. Creo que fueron
de los primeros volados que vi en mi vida. Vestido que en mi infancia usé a
escondidas y que fantaseé seguramente como bailarina española.
La polaroid como memoria familiar, el vestido como memoria marica y todo
junio como memoria de mi existencia.
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