lunes, 20 de abril de 2015

Los hombres que amé


Desde pibe sentí un amor profundo por otros hombres, por otros varones: amiguitos del barrio, compañeros de escuela, de catecismo, padres de vecinos, algún que otro sacerdote de mi escuela de curas y por ese hombre que se paraba en la esquina a esperar el bondi, con un uniforme de una empresa, al cual miraba y miraba y no podía dejar de mirar. A mi padrino y claramente a mi papá. Un amor tan profundo que me causaba estupor, que no entendía y siempre buscando el amor de ellos, la atención: un gesto que diera cuenta de su amor recíproco.
Es un tema universal el del amor al padre, a nuestro padre como varones o como hombres en nuestra sociedad. De eso no daré cuenta, sí daré cuenta de esos amores que nos llevan más allá de nuestras racionalidades.
Puedo hablar del amor incondicional de aquel amigo que me llevaba diez años, cuando yo tenía 17. Un joven proveniente de la militancia barrial, con el cual éramos activistas de la iglesia tercermundista. Yo estaba bastante solo por la separación de mis viejos y no había mucho adulto dando vuelta para aconsejar y apoyar a este adolescente bastante particular. Pero él siempre estaba: me llevaba a mi casa en auto, me preguntaba cómo estaba con una voz dulce y esos labios que se escondían en medio de su barba castaña, los ojos con los que me miraba, esos ojos grandes marrones eran los ojos más bellos, intensos y amorosos con los que nadie me miraba… yo esperaba cada termino de alguna juntada o reunión para que me dijera ¿Te acerco cris? Me acuerdo también de que me llevara hasta casa en días tormentosos y no le importara embarrar todo el auto, el objetivo era protegerme. A él no lo ví nunca más, lo que sé es que se casó con una misionera, una morocha misionera y nada más. Creo que soñé días y días con un beso de él, era el mejor sueño que me permitía continuar con un mundo lleno de gusanos.
También me acuerdo de Martín, un compañero de secundaria, de la escuela de curas. Tincho no era uno más del resto y yo claramente tampoco. Con nuestros 15 o 16 años aproximadamente éramos diferentes a todos los noños del instituto técnico la piedad de Bahía Blanca. Yo era el mariconazo y él era el pibe con más experiencia en la calle, de chicas y de borracheras y cosas ajenas a la de un colegio religioso. Lo que recuerdo es que él se acercó a mi, ya ni sé como, lo que sé es que él necesitaba un amigo y yo también. Y en medio de esa careta escuela del bien, nos trenzamos en una amistad amorosa. Una amistad que fue creciendo al punto que mi incentivo para ir a cursar el cuarto año de la orientación Imprenta, era solo saber que lo iba a ver. El itinerario era: sonaba el timbre del recreo, nos juntábamos lejos del resto y hablábamos, va… él se la pasaba hablando y yo no tenía ningún problema en escucharlo, en salir un poco de mi aburrida adolescencia que tanto odiaba, escucharlo hablar de los kilombos de su familia, de las deudas y de boludeces, muchas boludeces que me relajaban. Me acuerdo también de las veces en que sus compañeros de curso los gastaban por estar conmigo, con el maricón del colegio, que me defendiera era lo más hermoso que podría pasarme, que eligiera estar conmigo era reparador.
Me acuerdo también de las movidas que hacía para pasar más tiempo: él se iba caminando de la escuela para el centro, yo debía ir en sentido contrario, pero me iba con él y luego me tomaba un bondi hasta mi casa. Hoy ni siquiera me tomo un bondi para ir a ver a ningún chongo por más fuerte que esté.
De un día para otro tin dejó de ir al colegio. Nadie sabía nada de él. En ese momento no habían redes sociales, celulares, sólo teléfonos fijos y ni siquiera sabía dónde vivía. Lo que había ocurrido es que habían venido sus viejos de su ciudad natal a buscarlo para llevárselo. Todo había sido tan repentino que no tuvo tiempo de despedirse. Su relato meses después por medio de una carta postal era esta: “Cristian de a ratos se te extraña. Mi viejo vino a poner orden en el negocio, me vino a buscar por que la situación no daba para más. Me llevó a buscar los papeles en la escuela, te busqué en tu curso y no habías ido a la escuela. Le pedi a mi papá que me llevara a tu casa pero estaba apurado”. Esas fueron las palabras de él, me había desgarrado el corazón, ese amigo del alma, al que tanto quería, con el cual nos hacíamos mucha compañía. Me lo imaginé cientos de veces corriendo por los pasillos de la escuela, yendo a tocar la puerta de mi curso, preguntando por mí, hablando con el bibliotecario y diciéndole “avisale a Cristian que lo estuve buscando para despedirme”. Ahora mientras me vienen los recuerdos, fui yo quien le mandó un telegrama para su cumpleaños en julio y donde él me respondiera con ese entrecomillado arriba de la hoja, al estilo estado de face: “de a ratos se te extraña”. Hace un par de años me lo reecontré justamente por el face, y hablando de nuestras vidas le dije que me había gustado un poco alguna vez. Y él me contestó que se había dado cuenta. Sigue igual de personaje.
También me acuerdo de Nacho cuando viví con él y recuerdo las veces que me dejó dormir en su cama, y cuando llegaba de noche a su casa, ya que me estaba bancando en su casa, y llegaba y me tapaba, me apagaba la luz y me cerraba la puerta. Las veces que hablaba bien de mí, la vez que fuimos a comer con sus viejos… las veces que muy locos mirábamos una seria gay, cuando todavía él no había salido del closet, yo sentía muchas ganas de estar con él cerca de él, me encantaba que sea gordito y rubiecito, me gustaba, esta vez era más claro. Se me cayó la estantería el día que me dijo que se había ido del boliche con un chico. Hoy está casado.
Cómo olvidarme de mi otro amigo, Hernán. Podría decir muchas cosas de Hernán. El chico más dulce de los que conocí. Tierno, sensible, pelado y lindo. Tengo muchos recuerdos de él, pero puedo mencionar los momentos más cálidos que recuerdo, momentos que me hicieron temblar de la emoción. También compartíamos un taller una vez por semana y a la vuelta me llevaba en moto a casa. Una de las primeras veces me dijo agárrate de mi cintura no quiero perderte y me agarró las manos y me las puso en su cintura, yo tampoco quería perderlo. Y una vez, en un invierno muy frío, ya como chancho subiéndome a su moto me dijo que pusiera las manos en los bolsillos de su campera… yo creo que fue uno de los momentos más eróticos que viví sin estar desnudo y sin habernos tocado.
Y puedo hablar de Andrés, de ese amigo hermoso con el cual compartimos muchas cosas, muchas palabras, muchos consejos, muchas miradas profundas… muchos te quiero, muchos te amos, de estar presentes en los momentos más tristes que uno puede pasar cuando se va un ser querido, pero también compartir muchos picos de amorosidad y de haber compartido una intimidad en la cama. Creo que a veces los límites no existen, que estamos performateados de maneras muy rígidas y que a veces tenemos la oportunidad para pasar esos límites impuesto y autoimpuestos. Es cierto, a los días que nos encontramos con Andrés, después de habernos matado a besos y de haber sexualizado nuestra amistad, no nos miramos igual, habíamos pasado una barrera que no solemos pasar con esos amigos del alma. Pero puedo confirmar mi amor por él que nada tiene que ver con ideas de amor baratas, de parejas, de príncipes azules ni lilas ni rosas. Son otros amores posibles, amores constructivos ¿Y qué son estos amores sino que hermosas relaciones donde también lo físico y el corazón se ponen en juego?

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